sábado, 14 de abril de 2012

ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 5


La criminología (o digamos, la disciplina que se ocupa de la cuestión criminal) logró su chapa académica, su licencia científica a fines del siglo XIX. Pero en lugar de reconocer a sus antecedentes o antepasados, los negó, como quien ningunea a un pariente impresentable. Cuando no, tildó a todo ese pensamiento de no-criminológico e incluso lo acusó de ser pura charlatanería. Y a lo poquito que aceptó con reservas lo puso todo en una misma bolsa a la que llamó Escuela clásica del pensamiento criminológico: se trataba de todo lo pensado desde el siglo XVIII hasta las últimas décadas del XIX.


Ahí adentro estaban los contractualismos. Supusieron una fuerte corriente crítica al ejercicio arbitrario del poder punitivo. Especialmente dado el discurso dominante hasta el XVIII: el rey soberano tiene poder absoluto otorgado por Dios mismo (lo certifica la Iglesia). Es el gobierno del clero y la nobleza sobre el resto de la sociedad. Esto tiene consecuencias dentro de la cuestión criminal: delito es igual a pecado; el derecho está escrito por teólogos y no por juristas; de la aplicación del derecho (tormentos, por ejemplo) para qué vamos a volver a hablar…

Decimos fuerte crítica. Aclaremos que se ejerce “desde afuera” de los poderes nobles y clericales: intelectuales pertenecientes a las clases en ascenso de industriales, comerciantes y banqueros de Europa del Norte y oriental. Mientras que en Inglaterra arraiga el utilitarismo (recordar a Bentham), en el resto del continente lo hace el contractualismo: las sociedades se basan en la firma de un contrato social entre sus miembros (y no es, entonces, obra de la gracia divina).

No importa en verdad si la fundación de la primera sociedad que existió ocurrió así o no, puesto que se trata de una metáfora para representar la esencia de la naturaleza. Esta metáfora combate con otra: nobleza y clero sostenían que la sociedad era como un organismo natural, con un reparto de funciones entre sus “miembros” que no podía alterarse ni decidir su destino por elección de la mayoría de sus células. Digamos que las células que mandan son las del cerebro y las de las uñas deben conformarse con su suerte.


Consideremos sus implicaciones: si la sociedad se basa en un contrato, entonces puede rescindirse si sus partes lo deciden soberanamente. Otra: las “partes”, en orden a que el contrato sea justo, deben ponerse de acuerdo en todas y cada una de sus “cláusulas”. O sea, lo mejor es la construcción democrática del bendito contrato.

Esta tarea supone que las partes deben conocer las cláusulas. Así como los iluministas proponían poner todo el conocimiento científico accesible a todo el mundo a través de la enciclopedia, lo mismo hubo de hacerse en torno al Derecho. El marques Cesare Beccaria, funcionario milanés, en 1764 publicó “De los delitos y las penas”, un libro en el que propuso concentrar todo el contenido de las recopilaciones caóticas de leyes que había dando vuelta en códigos. Significaba poner claridad, y que todos supiesen en base a la ley previa qué era lo prohibido y lo no prohibido, sustrayéndolo de la arbitrariedad de los jueces.
Las reformas de los iluministas se estaban poniendo en marcha: los juicios se volvieron públicos, y las ejecuciones secretas (al revés del antiguo régimen –ver a Fucó-). Fue una buena noticia la reducción de la pena de muerte y la supresión de las penas corporales (azotes; penas del talión –cortarle la lengua al perjuro, y la mano al ladrón-; tormentos varios) aunque todo esto se haya reemplazado con la privación de la libertad (recordar el panóptico).

Beccaria es importante en esto porque dedicó parte de su vida a la unificación de pesos y medidas. En la Revolución Industrial era fundamental la actividad mercantil. Asimismo, la unificación de las penas facilitaba su medida, superaba el caos previo de las penas naturales y permitía medirlas a todas en tiempo (efecto que perdura hasta el presente: jueces que tienen que decidir cuánto tiempo dejan encerrado a un condenado).

En la práctica esto no fue lo más usado: las prisiones no alcanzaban para todos; además, como eran países neocolonialistas, lo primero que hicieron fue sacarse de encima a los molestos y enviarlos a sus colonias (relegación, aplicada por Gran Bretaña y Francia)

Los contractualismos se vuelven problemáticos. Aparecen varios, pues entre los iluministas había varias ideas de la naturaleza humana. Por ejemplo: el contractualismo de Thomas Hobbes suponía que en un principio los humanos firmamos el contrato para darle todo el poder a uno sólo a fin de evitar matarnos en una guerra de todos contra todos (si observan, hay acá una consideración muy pesimista de la naturaleza humana). En cambio, para John Locke[1] el contrato significaba una garantía (legal, claro) de derechos que ya todos tenían en un presunto estado de naturaleza. Para proteger ese contrato los miembros “firmantes” le otorgaban el poder a uno… ¡pero que no vaya a abusar del poder! Abusar del poder, digamos, negando a cualquiera sus derechos, porque se activaba inmediatamente una de las garantías mas importantes: el derecho de resistencia a la opresión.




El debate entre estos ingleses se reprodujo con fineza en Alemania: ahí lo tenemos a Emanuel Kant profundizando la investigación acerca de la razón y sus límites, más cerca de Hobbes que de Locke en sus conclusiones; por otro lado aparece Anselm von Feuerbach, penalista genial, que enmendó a Kant en lo jurídico: profundizando la separación entre moral y derecho, y defendiendo el derecho de resistencia a la opresión (entonces, mas cerca de Locke que de Hobbes). Avisemos que Feuerbach fue un codificador (elaborador de “códigos”) muy inspirador: por ejemplo, del código penal Argentino.

Hay también un contractualismo versión socialista (divergente del liberal –Locke- o del otro más funcional al despotismo ilustrado –Hobbes-) que, por supuesto, introduce el aspecto de la desigualdad socio-económica entre los hombres en el áspero asunto de la política y el poder. La figura más conocida es Jean Paul Marat, el revolucionario asesinado en la ducha por su amante Charlotte Corday.




Afirma Marat su creencia en el contrato. El problema fue que luego de repartirse equitativamente el poder entre todos, al cabo unos se fueron apropiando de las partes de otros y, al final, unos pocos se quedaron con la de la mayoría. En estas condiciones, impartir la pena de muerte por ejemplo era una injusticia criminal.

En Argentina, cuando se discutió en el Senado nuestro Código Penal de 1921, había un senador socialista –Del Valle Ibarlucea- que intervino en la discusión y consiguió que en la fórmula sintética (hoy desbaratada por las enmiendas Blumberg) se incluyera como criterio la mayor o menor dificultad para ganarse el sustento propio necesario o el de los suyos, como agravante o atenuante de delitos contra la propiedad.

En este sentido, el contractualismo se volvía un poco peligroso y disfuncional para la clase burguesa en ascenso…

[1] La coincidencia con el personaje calvo de la serie Lost no es tal: es un homenaje de sus creadores al personaje histórico. Incluso en la actitud del personaje de la serie se pueden encontrar –si se leen sutilmente- las ideas de este filósofo.

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