viernes, 4 de mayo de 2012

ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo 7


Los positivistas estaban engañados. Llamaron criminalidad al conjunto de presos. ¿Y los que quedaban impunes qué? Terminaron asociando a los más torpes y con menos poder –que son en definitiva los que siempre terminan enjaulados- con “la” criminalidad.
Algunos exponentes bastante curiosos de este paradigma positivista en criminología:





 - Cesare Lombroso. Médico de Torino, de familia judía. Encuadró sus investigaciones en el marco spenceriano. Es decir, no estaba fuera de la ideología racista generalizada en la segunda mitad del siglo XIX, y que concluyó catastróficamente en la Segunda Guerra Mundial –en los campos de exterminio nazi.
 - Benedict A. Morel, con su “teoría de la degeneración”, según la cual, en razón de que la mezcla de razas humanas combinaba filos genéticos muy lejanos, daba por resultado seres inteligentes pero moralmente degenerados. Y ¡tenía razón! De nuestros gauchos, mestizos, mulatos salieron los ejércitos libertadores. Además, los mestizos siempre fueron más difíciles de domesticar. Pero más allá de la ironía histórica, la “degeneración” de Morel fue un mito que estuvo vigente por mucho tiempo.
 - James Pritchard había expuesto su teoría de la “locura moral” en la línea que señalaba la inferioridad de los criminales y de los colonizados, afirmando que Adán había sido negro y luego sus descendientes se habían ido blanqueando. Suponemos que el pecado original debería imputarse a una raza inferior.
- Franz Joseph Gall creía diagnosticar la criminalidad y la genialidad palpando la cabeza, con su famosa “frenología”.
 - un crítico de la teoría lombrosiana, pero que sin embargo se movía en el mismo marco racista: Alexandre Lacassagne, que atribuía el delito a modificaciones cerebrales del occipital, del parietal y del frontal. Respectivamente, suponían proclividad a delitos de las clases bajas, medias y altas.
 - En Latinoamérica, José Ingenieros (hay un artículo de 1906 titulado “las razas inferiores” en que justifica la esclavitud, por ejemplo) o Raimundo Nina Rodrigues (fundador de la criminología brasileña) combatían también el mestizaje.






La tendencia a deducir caracteres psicológicos a partir de características físicas se remonta a tiempos de Aristóteles. Supone un prejuicio bastante absurdo, que comienza con la clasificación y jerarquización de los animales. El ser humano les atribuyó a los animales virtudes y defectos humanos y conforme a éstos los clasificó y jerarquizó: el perro fiel, el gato diabólico, el burro torpe, el cerdo asqueroso, etc. Así es como coronaron “rey” al oso, a quien lo reemplazó el león, por ejemplo. Pero una vez establecidas estas clasificaciones, hubo quienes pensaron que por la semejanza de algunos hombres con ciertos animales se los podía caracterizar psicológicamente. El juego no podía ser más infantil: 1º clasificaron a los animales con rasgos humanos y luego atribuyeron a los humanos los rasgos que antes habían puesto en los animales.
Lombroso dio a luz un tratado por el cual afirmaba poder reconocer al “criminal nato” y, además, explicarlo. Podemos adivinar que si adjetiva “nato” es porque consideraba que la criminalidad corre por los genes. Y resulta obvio –para Lombroso- deducir que indios o negros lo reproducían en su descendencia. Pero también tenía que explicar la cantidad de hechos criminales dentro de Europa y cometidos por gente blanca. Por un lado, encontraba que se trataba de blancos que nacían “mal terminados”. De ahí deducía una asociación: los mal terminados eran feos. Feos por malos. En los raros casos que los malos no eran feos, pues se trataba de una belleza diabólica.





Las obras de Lombroso traían fotos y dibujos de delincuentes, todos presos o muertos, por supuesto. El error consistía en creer que esa fealdad era causa de delito, cuando en realidad era causa de prisionización. El feo, así, se convertía en el estereotipo del delincuente, del punga, del violento.
Lombroso también encontró indicadores físicos de los “genios”, de los delincuentes “políticos” (anarquistas, por ejemplo) y de las prostitutas.
Vino a la Argentina durante el Centenario –es decir, a cien años de la Revolución de Mayo- el discípulo jurista de Lombroso: Enrico Ferri. Prominente socialista italiano, era también furiosamente positivista. Por ejemplo, el delincuente era para Ferri un agente infeccioso del cuerpo social (lo que convertía a los jueces en leucocitos sociales). Por supuesto hubo otros disparates más. Pero el chiste fue que hicieron escuela acá, en Argentina, entre nuestros prohombres: José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge.
Los criminólogos positivistas se dedicaron a recorrer prostíbulos y otros antros de la época y concibieron el concepto de “mala vida”. Universo de prostitutas, fulleros, rateros, religiosos, curanderos, gays, etc. Como resultado de estas andanzas, los positivistas proponían leyes de “estado de peligrosidad predelictual”, o sea, que si se sabía que quien andaba en la “mala vida” habría de desembocar en el delito, lo más natural era detectarlo antes y meterlo preso. ¿Para qué esperar a que hiciera algo malo? Para obviar algunas formalidades le cambiaban el nombre a la pena y la llamaban “medida”, de modo que nadie podría objetar que se imponían penas sin delito.


 - Otro positivista delirante: Raffaele Garofalo, inventor del “delito natural”. El delincuente –según Garofalo- es el enemigo interno en la paz, así como el soldado enemigo lo es en la guerra. Se deduce que la pena de muerte es parte de las reglas de juego, lo mismo que matar al soldado no es asesinato, sino servicio a la patria.
Afirmaba Garofalo que con la civilización avanzaba en refinamiento de los sentimientos de piedad y justicia, alcanzando su más alto grado en Europa, por supuesto, que se expresaban en la protección de los animales. Escribía esto mientras los sicarios de Leopoldo II mutilaban negros porque no les traían suficiente caucho. Pues bien, para Garofalo el “delito natural” sería la lesión al sentimiento medio de piedad o de justicia imperante en cada tiempo y sociedad. Es decir, los positivistas sabían que el delito era relativo…
 - Pedro Dorado Montero, positivista pero al mismo tiempo anarquista moderado. Rechazó la tesis de Garofalo, afirmando que no había ningún delito natural, sino que el estado definía arbitrariamente los delitos, pero como había hombres determinados a realizar esas conductas, lo que el estado debía hacer era “protegerlos” en instituciones a las que éstos pudiesen acudir pidiendo ayuda.
Por supuesto que nadie siguió a Dorado: ni se les ocurría poner en práctica un “derecho protector de los criminales”. Es bastante lógico que el positivismo criminológico desembocaba en un autoritarismo policial que se correspondía con el elitismo biologicista. No sólo legitimaba el neocolonialismo, sino también la represión de las clases subordinadas en el interior de las metrópolis colonialistas.
 - Sobre esto último se ocupó Gustave Le Bon, en su obra más conocida, “psicología de las multitudes”: en la multitud se neutralizaban las funciones superiores del cerebro, y ahí surgía en cada uno ese “criminal nato”, atávico, represivo, salvaje. O sea, la criminalidad era efecto de la masa. Así es que para frenar los estragos que puede llegar a ocasionar la “chusma reunida”, había que responsabilizar a los líderes (en tanto el hombre-masa también es imputable, pero en menor medida).
Como puede verse, el positivismo restauró claramente la estructura del discurso inquisitorial:
·         la criminología reemplazó a la demonología y explicaba las causas del crimen;
·         el derecho penal mostraba sus “síntomas” o manifestaciones, al igual que las antiguas brujerías;
·         el derecho procesal explicaba la forma de perseguirlo sin muchas trabas a la actuación policial (incluso sin delito);
·         la pena neutralizaba la peligrosidad (sin mención a la culpabilidad);
·         la criminalística permitía reconocer las marcas del mal (los caracteres del “criminal nato”).