Siempre hubo rebeldes y transgresores. Y esto no es necesariamente mala noticia. Pensándolo bien… si notamos cómo viene la mano desde las épocas de las que venimos hablando, debemos celebrar la existencia de ciertos rebeldes y transgresores (si no de todos).
Zaffaroni se ocupa en este fascículo de uno de ellos: Friedrich Spee. Ni jurista ni criminólogo, sino que destacado teólogo y poeta alemán del siglo XVII. Según sus biógrafos, parece que le encargaron a Spee la confesión de todas las brujas de su comarca antes de quemarlas. (Él pertenecía a la congregación jesuita, la que en este momento había tomado la posta de la conducción inquisitorial en varios lugares de Europa). Aseguran que, cansado de las brutalidades de las que era testigo, este pobre monje se rayó, se traumó tanto que terminó rebelándose –o por lo menos dentro de su conciencia- y en uno de sus arrebatos escribió un libro para desahogarse en una crítica severa hacia el poder inquisitorial: lo tituló Cautio criminalis.
En su obra denunció la irracionalidad del hecho inquisitorial, haciendo un llamado a la prudencia, a la “cautela”: no dudaba de la existencia de las brujas, pero juró nunca haber conocido ninguna, y que no había bruja alguna entre las mujeres que había confesado nuestro monje antes de ser quemadas. Es más –afirmó-: con el procedimiento inquisitorial ¡cualquiera podía ser condenado por brujería!
Spee no se metió a discutir –o argumentar- acerca de la gravedad de lo que estaba en juego, porque sino ahí perdía. Ningún tonto este atribulado jesuita, se dedicó a demostrar que esta guerra contra las brujas estaba matando inocentes a causa de su fallido mecanismo. Y que los inocentes no eran un simple “efecto colateral”, pues ni siquiera se estaba cumpliendo con el objetivo de salvar a la humanidad (cristiana, aclaremos).
¿Por qué sucedían estas aberraciones? Spee encontró las causas en:
1) la ignorancia o desinformación de la población, cargada de prejuicios, quizá asustada –podríamos agregar: colonizada por el discurso criminológico inquisitorial-;
2) a la iglesia y a sus órdenes (dominicos, jesuitas, etc.) que legitimaban esos asesinatos;
3) a los príncipes alemanes, que dejaban hacer con impunidad y sin control ninguno a estos poderes punitivos que no eran otra cosa que súbditos de aquel.
Acá viene una denuncia mas pormenorizada de nuestro Friedrich: la corrupción. Al parecer, los inquisidores oficiales cobraban por bruja ejecutada (diríamos hoy: “iban a comisión”), y por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata para quemar, de manera que no se agotara la clientela. Que por otra parte, la quema de brujas era un espectáculo público y popular.
Último para destacar: Spee cuestiona el uso de eufemismos en las actas inquisitoriales. A manera de fe de erratas, podríamos interpretar que donde decía “confesó voluntariamente”, debió decir “cantó ya descoyuntada, agonizante y moribunda a causa de los tormentos aplicados”.
Vaya acá una conclusión: así como el Malleus… inauguró una estructura de discurso inquisitorial, así también la Cautio… hizo lo propio con el discurso crítico. Hasta hoy, cualquier discurso crítico de los más nefastos discursos legitimantes de los poderes punitivos, se ordena o estructura aproximadamente así:
1) remarca el incumplimiento de los fines manifiestos del poder punitivo;
2) denuncia la función de los medios de comunicación y de los teóricos convencionales legitimantes de disparates criminales (ayer: la Iglesia y sus órdenes);
3) fustiga la conveniencia de sacrificar chivos expiatorios por parte del poder político o económico;
4) alerta sobre los peligros de la autonomización policial (ayer: los príncipes que dejaban hacer…);
5) destapa la corrupción.
La obra de Spee pasaría sin mucha pena ni gloria, pero en 1701 sería releída y recuperada por un tal Thomasius. Comenzaba a tientas el Iluminismo, que se ensañaría contra “la superstición, la ignorancia y el error” de las épocas pasadas.
En ese siglo XVII se profundizó un fenómeno, estudiado por Foucault entre otros, que consistió en que un poder estatal cada vez más complejo se fue haciendo paulatinamente más eficaz en regular la vida del nuevo sujeto público: una cosa era el señor feudal, ya sea conde, marques, príncipe o lo que fuere, que ejercía su poder absoluto de vida y muerte –más que nada de muerte- sobre las personas que habitaban en (o circulaban por) su territorio; pero otra cosa más sutil y siniestra es ese mismo poder ejercido ahora por estados absolutistas a través de corporaciones de sabios especialistas.
Corporaciones estatales, digamos: grupos de especialistas nominados como secretarios, ministros, etc., que pasaron a encargarse de la economía, de las finanzas, de la educación, de la salubridad pública[1]… hoy diríamos “agencias estatales”, que van construyendo un discurso propio, saber o ciencia que se alimentó desde las universidades. Discursos expresados cada vez más en dialectos sólo comprensibles para quienes pertenecen a la respectiva corporación. ¿Las consecuencias? Se hacen tan peligrosas e incluso letales como inaccesibles al entendimiento de los legos o inexpertos.
¿Otras consecuencias? Las sociedades se verticalizan, como ya lo habíamos marcado. Sobre la segunda mitad del siglo XVIII fue tomando cuerpo, particularmente, el discurso del derecho penal liberal. El poder político va ganando en complejidad y en implacabilidad.
Como vemos, no todo es buena noticia acerca de esta etapa a la cual los manuales de historia connotan positivamente como “la era de la ciencia” bajo el auspicio de los iluministas y la Enciclopedia, o “el surgimiento del espíritu republicano” con las rareza de la democracia.
La prueba cabal de discursos especializados en regular la vida entera del sujeto público se encuentra en otro pensador señero, el inglés Jeremy Bentham, figura de la corriente utilitarista. Este filósofo social concebía a la sociedad como una gran escuela en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para la cual el gobierno debía repartir premios y castigos. Los premios depararían felicidad y los castigos dolor. Hasta acá una enorme obviedad. Surge para el mismo Bentham un problema: hay personas que se empeñan en cometer delitos, o sea, ¡elegían el dolor!... como si fueran niños díscolos que creían poder eludir los castigos. Precisamente en ellos la disciplina debía aplicarse con mayor dedicación. A esos, una vez atrapados por el poder, se los encarcelaría en una novedad arquitectónica que se la debemos a Bentham: el panóptico. Un edificio con estructura radial, para que el preso (y más tarde el obrero / alumno / oficial / interno) sepa que será observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo, se le introduciría el orden y al final resultaría él mismo su propio vigilante [cualquier similitud con el Gran Hermano no es pura coincidencia].
Curiosidad histórica: Bentham regalaba su modelo para que sea aplicado por cualquier empresario de cualquier parte del mundo, sin amagar a cobrar derechos de autor. Así es que hubo panópticos en muchos lugares, también en América Latina (a veces semi-radiales porque el presupuesto no alcanzaba) y nuestro Bernardino Rivadavia fue uno de los que se carteó con el humanitario inglés.
[1] Recordar a Wier.
Acá viene una denuncia mas pormenorizada de nuestro Friedrich: la corrupción. Al parecer, los inquisidores oficiales cobraban por bruja ejecutada (diríamos hoy: “iban a comisión”), y por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata para quemar, de manera que no se agotara la clientela. Que por otra parte, la quema de brujas era un espectáculo público y popular.
Último para destacar: Spee cuestiona el uso de eufemismos en las actas inquisitoriales. A manera de fe de erratas, podríamos interpretar que donde decía “confesó voluntariamente”, debió decir “cantó ya descoyuntada, agonizante y moribunda a causa de los tormentos aplicados”.
Vaya acá una conclusión: así como el Malleus… inauguró una estructura de discurso inquisitorial, así también la Cautio… hizo lo propio con el discurso crítico. Hasta hoy, cualquier discurso crítico de los más nefastos discursos legitimantes de los poderes punitivos, se ordena o estructura aproximadamente así:
1) remarca el incumplimiento de los fines manifiestos del poder punitivo;
2) denuncia la función de los medios de comunicación y de los teóricos convencionales legitimantes de disparates criminales (ayer: la Iglesia y sus órdenes);
3) fustiga la conveniencia de sacrificar chivos expiatorios por parte del poder político o económico;
4) alerta sobre los peligros de la autonomización policial (ayer: los príncipes que dejaban hacer…);
5) destapa la corrupción.
La obra de Spee pasaría sin mucha pena ni gloria, pero en 1701 sería releída y recuperada por un tal Thomasius. Comenzaba a tientas el Iluminismo, que se ensañaría contra “la superstición, la ignorancia y el error” de las épocas pasadas.
En ese siglo XVII se profundizó un fenómeno, estudiado por Foucault entre otros, que consistió en que un poder estatal cada vez más complejo se fue haciendo paulatinamente más eficaz en regular la vida del nuevo sujeto público: una cosa era el señor feudal, ya sea conde, marques, príncipe o lo que fuere, que ejercía su poder absoluto de vida y muerte –más que nada de muerte- sobre las personas que habitaban en (o circulaban por) su territorio; pero otra cosa más sutil y siniestra es ese mismo poder ejercido ahora por estados absolutistas a través de corporaciones de sabios especialistas.
Corporaciones estatales, digamos: grupos de especialistas nominados como secretarios, ministros, etc., que pasaron a encargarse de la economía, de las finanzas, de la educación, de la salubridad pública[1]… hoy diríamos “agencias estatales”, que van construyendo un discurso propio, saber o ciencia que se alimentó desde las universidades. Discursos expresados cada vez más en dialectos sólo comprensibles para quienes pertenecen a la respectiva corporación. ¿Las consecuencias? Se hacen tan peligrosas e incluso letales como inaccesibles al entendimiento de los legos o inexpertos.
¿Otras consecuencias? Las sociedades se verticalizan, como ya lo habíamos marcado. Sobre la segunda mitad del siglo XVIII fue tomando cuerpo, particularmente, el discurso del derecho penal liberal. El poder político va ganando en complejidad y en implacabilidad.
Como vemos, no todo es buena noticia acerca de esta etapa a la cual los manuales de historia connotan positivamente como “la era de la ciencia” bajo el auspicio de los iluministas y la Enciclopedia, o “el surgimiento del espíritu republicano” con las rareza de la democracia.
La prueba cabal de discursos especializados en regular la vida entera del sujeto público se encuentra en otro pensador señero, el inglés Jeremy Bentham, figura de la corriente utilitarista. Este filósofo social concebía a la sociedad como una gran escuela en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para la cual el gobierno debía repartir premios y castigos. Los premios depararían felicidad y los castigos dolor. Hasta acá una enorme obviedad. Surge para el mismo Bentham un problema: hay personas que se empeñan en cometer delitos, o sea, ¡elegían el dolor!... como si fueran niños díscolos que creían poder eludir los castigos. Precisamente en ellos la disciplina debía aplicarse con mayor dedicación. A esos, una vez atrapados por el poder, se los encarcelaría en una novedad arquitectónica que se la debemos a Bentham: el panóptico. Un edificio con estructura radial, para que el preso (y más tarde el obrero / alumno / oficial / interno) sepa que será observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo, se le introduciría el orden y al final resultaría él mismo su propio vigilante [cualquier similitud con el Gran Hermano no es pura coincidencia].
Curiosidad histórica: Bentham regalaba su modelo para que sea aplicado por cualquier empresario de cualquier parte del mundo, sin amagar a cobrar derechos de autor. Así es que hubo panópticos en muchos lugares, también en América Latina (a veces semi-radiales porque el presupuesto no alcanzaba) y nuestro Bernardino Rivadavia fue uno de los que se carteó con el humanitario inglés.
[1] Recordar a Wier.
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