viernes, 8 de junio de 2012
viernes, 4 de mayo de 2012
ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo 7
Los positivistas
estaban engañados. Llamaron criminalidad al conjunto de presos. ¿Y los que
quedaban impunes qué? Terminaron asociando a los más torpes y con menos poder
–que son en definitiva los que siempre terminan enjaulados- con “la”
criminalidad.
Algunos exponentes bastante curiosos de este
paradigma positivista en criminología:
- Cesare Lombroso. Médico de Torino, de
familia judía. Encuadró sus investigaciones en el marco spenceriano. Es decir,
no estaba fuera de la ideología racista generalizada en la segunda mitad del
siglo XIX, y que concluyó catastróficamente en la Segunda Guerra Mundial –en
los campos de exterminio nazi.
- Benedict A. Morel, con su “teoría de la degeneración”,
según la cual, en razón de que la mezcla de razas humanas combinaba filos
genéticos muy lejanos, daba por resultado seres inteligentes pero moralmente
degenerados. Y ¡tenía razón! De nuestros gauchos, mestizos, mulatos salieron
los ejércitos libertadores. Además, los mestizos siempre fueron más difíciles
de domesticar. Pero más allá de la ironía histórica, la “degeneración” de Morel
fue un mito que estuvo vigente por mucho tiempo.
- James Pritchard había expuesto su teoría de
la “locura moral” en la línea que señalaba la inferioridad de los criminales y
de los colonizados, afirmando que Adán había sido negro y luego sus
descendientes se habían ido blanqueando. Suponemos que el pecado original
debería imputarse a una raza inferior.
- Franz Joseph
Gall creía diagnosticar la criminalidad y la genialidad palpando la cabeza, con
su famosa “frenología”.
- un crítico de la teoría lombrosiana, pero
que sin embargo se movía en el mismo marco racista: Alexandre Lacassagne, que
atribuía el delito a modificaciones cerebrales del occipital, del parietal y
del frontal. Respectivamente, suponían proclividad a delitos de las clases
bajas, medias y altas.
- En
Latinoamérica, José Ingenieros (hay un artículo de 1906 titulado “las razas
inferiores” en que justifica la esclavitud, por ejemplo) o Raimundo Nina
Rodrigues (fundador de la criminología brasileña) combatían también el mestizaje.
La tendencia a
deducir caracteres psicológicos a partir de características físicas se remonta a
tiempos de Aristóteles. Supone un prejuicio bastante absurdo, que comienza con
la clasificación y jerarquización de los animales. El ser humano les atribuyó a
los animales virtudes y defectos humanos y conforme a éstos los clasificó y
jerarquizó: el perro fiel, el gato diabólico, el burro torpe, el cerdo
asqueroso, etc. Así es como coronaron “rey” al oso, a quien lo reemplazó el
león, por ejemplo. Pero una vez establecidas estas clasificaciones, hubo
quienes pensaron que por la semejanza de algunos hombres con ciertos animales
se los podía caracterizar psicológicamente. El juego no podía ser más infantil:
1º clasificaron a los animales con rasgos humanos y luego atribuyeron a los
humanos los rasgos que antes habían puesto en los animales.
Lombroso dio a luz un tratado por el cual afirmaba
poder reconocer al “criminal nato” y, además, explicarlo. Podemos adivinar que
si adjetiva “nato” es porque consideraba que la criminalidad corre por los
genes. Y resulta obvio –para Lombroso- deducir que indios o negros lo
reproducían en su descendencia. Pero también tenía que explicar la cantidad de
hechos criminales dentro de Europa y cometidos
por gente blanca. Por un lado, encontraba que se trataba de blancos que nacían “mal
terminados”. De ahí deducía una asociación: los mal terminados eran feos. Feos por
malos. En los raros casos que los malos no eran feos, pues se trataba de una
belleza diabólica.
Las obras de
Lombroso traían fotos y dibujos de delincuentes, todos presos o muertos, por
supuesto. El error consistía en creer que esa fealdad era causa de delito,
cuando en realidad era causa de prisionización. El feo, así, se convertía en el
estereotipo del delincuente, del punga, del violento.
Lombroso también
encontró indicadores físicos de los “genios”, de los delincuentes “políticos”
(anarquistas, por ejemplo) y de las prostitutas.
Vino a la Argentina
durante el Centenario –es decir, a cien años de la Revolución de Mayo- el
discípulo jurista de Lombroso: Enrico Ferri. Prominente socialista italiano,
era también furiosamente positivista. Por ejemplo, el delincuente era para
Ferri un agente infeccioso del cuerpo social (lo que convertía a los jueces en leucocitos sociales). Por supuesto hubo
otros disparates más. Pero el chiste fue que hicieron escuela acá, en
Argentina, entre nuestros prohombres: José María Ramos Mejía, Carlos Octavio
Bunge.
Los criminólogos
positivistas se dedicaron a recorrer prostíbulos y otros antros de la época y concibieron
el concepto de “mala vida”. Universo de prostitutas, fulleros, rateros, religiosos,
curanderos, gays, etc. Como resultado de estas andanzas, los positivistas
proponían leyes de “estado de peligrosidad predelictual”, o sea, que si se
sabía que quien andaba en la “mala vida” habría de desembocar en el delito, lo
más natural era detectarlo antes y meterlo preso. ¿Para qué esperar a que
hiciera algo malo? Para obviar algunas formalidades le cambiaban el nombre a la
pena y la llamaban “medida”, de modo que nadie podría objetar que se imponían
penas sin delito.
- Otro positivista delirante: Raffaele
Garofalo, inventor del “delito natural”. El delincuente –según Garofalo- es el
enemigo interno en la paz, así como el soldado enemigo lo es en la guerra. Se deduce
que la pena de muerte es parte de las reglas de juego, lo mismo que matar al
soldado no es asesinato, sino servicio a la patria.
Afirmaba Garofalo
que con la civilización avanzaba en refinamiento de los sentimientos de piedad
y justicia, alcanzando su más alto grado en Europa, por supuesto, que se expresaban
en la protección de los animales. Escribía esto mientras los sicarios de
Leopoldo II mutilaban negros porque no les traían suficiente caucho. Pues bien,
para Garofalo el “delito natural” sería la lesión al sentimiento medio de
piedad o de justicia imperante en cada tiempo y sociedad. Es decir, los
positivistas sabían que el delito era relativo…
- Pedro Dorado Montero, positivista pero al
mismo tiempo anarquista moderado. Rechazó la tesis de Garofalo, afirmando que no
había ningún delito natural, sino que el estado definía arbitrariamente los
delitos, pero como había hombres determinados a realizar esas conductas, lo que
el estado debía hacer era “protegerlos” en instituciones a las que éstos
pudiesen acudir pidiendo ayuda.
Por supuesto que nadie
siguió a Dorado: ni se les ocurría poner en práctica un “derecho protector de
los criminales”. Es bastante lógico que el positivismo criminológico desembocaba
en un autoritarismo policial que se correspondía con el elitismo biologicista. No
sólo legitimaba el neocolonialismo, sino también la represión de las clases
subordinadas en el interior de las metrópolis colonialistas.
- Sobre esto último se ocupó Gustave Le Bon,
en su obra más conocida, “psicología de las multitudes”: en la multitud se
neutralizaban las funciones superiores del cerebro, y ahí surgía en cada uno
ese “criminal nato”, atávico, represivo, salvaje. O sea, la criminalidad era
efecto de la masa. Así es que para frenar los estragos que puede llegar a
ocasionar la “chusma reunida”, había que responsabilizar a los líderes (en
tanto el hombre-masa también es imputable, pero en menor medida).
Como puede verse,
el positivismo restauró claramente la estructura del discurso inquisitorial:
·
la
criminología reemplazó a la demonología y explicaba las causas del crimen;
·
el
derecho penal mostraba sus “síntomas” o manifestaciones, al igual que las antiguas
brujerías;
·
el
derecho procesal explicaba la forma de perseguirlo sin muchas trabas a la actuación
policial (incluso sin delito);
·
la
pena neutralizaba la peligrosidad (sin mención a la culpabilidad);
·
la
criminalística permitía reconocer las marcas del mal (los caracteres del “criminal
nato”).
domingo, 29 de abril de 2012
ZAFFARONI, E.: la cuestión criminal (comprimida) fascículo 6
Habíamos señalado
que hay varios contractualismos. Digamos mejor que el contractualismo era un
marco en el que se daban todas las posibles variables políticas, desde el
despotismo ilustrado hasta el socialismo. Pero podía convertirse en algo
peligroso para las clases altas en sociedades como la europea, que distinguía
entre los más y los menos iguales, y que a la vez se iba considerando a sí
misma como la mejor y más brillante de Europa y del planeta también. Los pensadores
de la cuestión social no podían ser insensibles a los temores del sector social
al que debían su posición discursiva dominante y, en consecuencia, comenzaron a
adecuar su discurso a la exigencia de no correr el riesgo de deslegitimar al
poder punitivo necesario para mantener subordinados en el interior a los indisciplinados (anarquistas, socialistas, radicales, etc.) y fuera a los
colonizados y neocolonizados.
Hay dos momentos en
esta tarea académica:
1) el hegelianismo
penal y criminológico;
2) el positivismo
racista.
1) El hegelianismo
es lo que los juristas y criminólogos del siglo XIX proyectaron sobre la
cuestión criminal siguiendo al filósofo alemán Hegel. Para él, la potencia
intelectual de la humanidad (o sea, la “razón” que para Hegel era el espíritu
de la humanidad) avanza dialécticamente,
es decir, por elementos que entran en conflicto permanente, aunque creciente, y
que inevitablemente estalla y se resuelve en una tercera cosa, una síntesis, que comenzará un nuevo ciclo enfrentándose
con otro elemento y así…
Claro que esa “razón”
tenía un apellido: europea. Quienes no alcanzaban esa razón, no podían ser
libres, puesto que no eran capaces de asimilar el derecho (otra vez: el único
derecho verdadero era aquel originado en la civilización occidental europea)
¿Quiénes no eran libres, entonces? Ante todo los locos, los delincuentes
reincidentes –incurables-, ni tampoco los salvajes
colonizados (una gran “bolsa” conceptual en la que entraban gauchos, indios,
criollos y todas las gamas de mestizos).
La idea que Hegel
tenía de América Latina provenía de Buffon. Para este conde éramos un
continente en formación, como lo probaban los volcanes y los sismos. Como las
montañas corrían al revés (es decir, de Norte a Sur en vez de hacerlo correctamente,
de Este a Oeste, como en Europa), cortaban los vientos y todo se humedecía
pudriéndose; por eso había muchos animales chicos y ninguno grande y todo lo que
se traía se debilitaba, incluso los humanos. Para Buffon, en América toda la
evolución se retardaba.
El etnocentrismo
de Hegel legitimaba el colonialismo: el “espíritu” avanzaba con la colonización
del planeta por la Razón europea (aunque más que un espíritu parecía un
monstruo que arrasaba con todo en su avance masacrador.
Por suerte todo esto
se hacía muy abstracto y no terminaba de ganar popularidad en un mundo que
cambiaba con celeridad y tenía urgencias mas concretas al promediar el siglo
XIX. Se necesitaba conocimientos más útiles, más acordes a la cultura del
momento.
2) el positivismo
reedita la metáfora del organismo –en contrapunto al “contrato”-, pero no
basado en Dios, sino en la “naturaleza”, y revelado ahora por la “ciencia”.
En el contexto
histórico de esta etapa –segunda mitad del siglo XIX- nos encontramos con una
clase gobernante de industriales, comerciantes y banqueros enseñoreándose de la
producción mundial por medio del imperialismo, creando mercados y puntos de abastecimiento donde nunca antes se habían imaginado. Al mismo tiempo, los
indisciplinados sectores obreros aumentaban sus molestias en los países centrales. Ejemplo: Comuna de
Paris, 1871.
Cuando fue
menester contener a los explotados que reclamaban derechos en las ciudades
europeas, se trasladó la experiencia política de ocupación territorial de las
colonias hacia las metrópolis: las técnicas policiales de represión que usaban
allá, ahora las traían acá.
Los poderes de las
policías europeas aumentaban en paralelo con los reclamos de los sumergidos
urbanos, pero carecían de un discurso legitimante. ¿Quiénes aparecen para
brindarlo? Desde la época de Wier, los médicos estaban ansiosos por manotear la
hegemonía del discurso de la cuestión criminal. Ahora ellos darían las
explicaciones criminológicas sobre los delitos y los delincuentes, ayudando a
identificarlos y en el mejor de los casos a tratar a estos “desviados”.
En el fondo de las
explicaciones aparece con el discurso
médico una categorización racista de los seres humanos: los hay superiores
y los hay inferiores. Surgen los mitos nacionales arios, por ejemplo, o se
reedita el mito romano imperial en Italia recién unificada.
Podemos distinguir
dos principales versiones del racismo:
- la “pesimista”: hubo una raza superior que
luego se fue degradando por mezclarse con una suerte de monas que encontraron
en el camino, y dieron por resultado una decadencia de la especie. Es decir,
encontraban en el mestizaje la culpa de todos los problemas.
Pero este racismo
pesimista no servía para el nuevo momento del poder mundial, que necesitaba
deslegitimar la esclavitud para justificar el neocolonialismo y predicar el
liberalismo económico pero controlar policialmente a los excluidos en los
centros europeos. Surge entonces la otra versión racista, igualmente simplota y
disparatada:
- la “optimista”: la que llevaba a Darwin de
lo biológico a lo social = el darwinismo
social. Partiendo de que en la geología como en la biología todo avanza con
propulsión a catástrofes, afirma esta versión que lo mismo sucede en la
sociedad, y que cuando la catástrofe se presenta –por la razón que sea:
hambrunas, epidemias, guerras- los seres humanos que sobreviven son los más
fuertes y de ese modo todo va evolucionando, incluso el ser humano en la
historia. Las catástrofes se cargan a los débiles: liberan entonces de lastres
a la humanidad en progreso…
Vale recordar que
nuestras elites criollas no sólo leían y comentaban a estos teóricos, sino que “compraban”
estas teorías, y actuaban en consecuencia. La “conquista del desierto” ocurría
aproximadamente en esta época.
sábado, 14 de abril de 2012
ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 5
La criminología (o digamos, la disciplina que se ocupa de la cuestión criminal) logró su chapa académica, su licencia científica a fines del siglo XIX. Pero en lugar de reconocer a sus antecedentes o antepasados, los negó, como quien ningunea a un pariente impresentable. Cuando no, tildó a todo ese pensamiento de no-criminológico e incluso lo acusó de ser pura charlatanería. Y a lo poquito que aceptó con reservas lo puso todo en una misma bolsa a la que llamó Escuela clásica del pensamiento criminológico: se trataba de todo lo pensado desde el siglo XVIII hasta las últimas décadas del XIX.
Ahí adentro estaban los contractualismos. Supusieron una fuerte corriente crítica al ejercicio arbitrario del poder punitivo. Especialmente dado el discurso dominante hasta el XVIII: el rey soberano tiene poder absoluto otorgado por Dios mismo (lo certifica la Iglesia). Es el gobierno del clero y la nobleza sobre el resto de la sociedad. Esto tiene consecuencias dentro de la cuestión criminal: delito es igual a pecado; el derecho está escrito por teólogos y no por juristas; de la aplicación del derecho (tormentos, por ejemplo) para qué vamos a volver a hablar…
Decimos fuerte crítica. Aclaremos que se ejerce “desde afuera” de los poderes nobles y clericales: intelectuales pertenecientes a las clases en ascenso de industriales, comerciantes y banqueros de Europa del Norte y oriental. Mientras que en Inglaterra arraiga el utilitarismo (recordar a Bentham), en el resto del continente lo hace el contractualismo: las sociedades se basan en la firma de un contrato social entre sus miembros (y no es, entonces, obra de la gracia divina).
No importa en verdad si la fundación de la primera sociedad que existió ocurrió así o no, puesto que se trata de una metáfora para representar la esencia de la naturaleza. Esta metáfora combate con otra: nobleza y clero sostenían que la sociedad era como un organismo natural, con un reparto de funciones entre sus “miembros” que no podía alterarse ni decidir su destino por elección de la mayoría de sus células. Digamos que las células que mandan son las del cerebro y las de las uñas deben conformarse con su suerte.
Consideremos sus implicaciones: si la sociedad se basa en un contrato, entonces puede rescindirse si sus partes lo deciden soberanamente. Otra: las “partes”, en orden a que el contrato sea justo, deben ponerse de acuerdo en todas y cada una de sus “cláusulas”. O sea, lo mejor es la construcción democrática del bendito contrato.
Esta tarea supone que las partes deben conocer las cláusulas. Así como los iluministas proponían poner todo el conocimiento científico accesible a todo el mundo a través de la enciclopedia, lo mismo hubo de hacerse en torno al Derecho. El marques Cesare Beccaria, funcionario milanés, en 1764 publicó “De los delitos y las penas”, un libro en el que propuso concentrar todo el contenido de las recopilaciones caóticas de leyes que había dando vuelta en códigos. Significaba poner claridad, y que todos supiesen en base a la ley previa qué era lo prohibido y lo no prohibido, sustrayéndolo de la arbitrariedad de los jueces.
Las reformas de los iluministas se estaban poniendo en marcha: los juicios se volvieron públicos, y las ejecuciones secretas (al revés del antiguo régimen –ver a Fucó-). Fue una buena noticia la reducción de la pena de muerte y la supresión de las penas corporales (azotes; penas del talión –cortarle la lengua al perjuro, y la mano al ladrón-; tormentos varios) aunque todo esto se haya reemplazado con la privación de la libertad (recordar el panóptico).
Beccaria es importante en esto porque dedicó parte de su vida a la unificación de pesos y medidas. En la Revolución Industrial era fundamental la actividad mercantil. Asimismo, la unificación de las penas facilitaba su medida, superaba el caos previo de las penas naturales y permitía medirlas a todas en tiempo (efecto que perdura hasta el presente: jueces que tienen que decidir cuánto tiempo dejan encerrado a un condenado).
En la práctica esto no fue lo más usado: las prisiones no alcanzaban para todos; además, como eran países neocolonialistas, lo primero que hicieron fue sacarse de encima a los molestos y enviarlos a sus colonias (relegación, aplicada por Gran Bretaña y Francia)
Los contractualismos se vuelven problemáticos. Aparecen varios, pues entre los iluministas había varias ideas de la naturaleza humana. Por ejemplo: el contractualismo de Thomas Hobbes suponía que en un principio los humanos firmamos el contrato para darle todo el poder a uno sólo a fin de evitar matarnos en una guerra de todos contra todos (si observan, hay acá una consideración muy pesimista de la naturaleza humana). En cambio, para John Locke[1] el contrato significaba una garantía (legal, claro) de derechos que ya todos tenían en un presunto estado de naturaleza. Para proteger ese contrato los miembros “firmantes” le otorgaban el poder a uno… ¡pero que no vaya a abusar del poder! Abusar del poder, digamos, negando a cualquiera sus derechos, porque se activaba inmediatamente una de las garantías mas importantes: el derecho de resistencia a la opresión.
El debate entre estos ingleses se reprodujo con fineza en Alemania: ahí lo tenemos a Emanuel Kant profundizando la investigación acerca de la razón y sus límites, más cerca de Hobbes que de Locke en sus conclusiones; por otro lado aparece Anselm von Feuerbach, penalista genial, que enmendó a Kant en lo jurídico: profundizando la separación entre moral y derecho, y defendiendo el derecho de resistencia a la opresión (entonces, mas cerca de Locke que de Hobbes). Avisemos que Feuerbach fue un codificador (elaborador de “códigos”) muy inspirador: por ejemplo, del código penal Argentino.
Hay también un contractualismo versión socialista (divergente del liberal –Locke- o del otro más funcional al despotismo ilustrado –Hobbes-) que, por supuesto, introduce el aspecto de la desigualdad socio-económica entre los hombres en el áspero asunto de la política y el poder. La figura más conocida es Jean Paul Marat, el revolucionario asesinado en la ducha por su amante Charlotte Corday.
Beccaria es importante en esto porque dedicó parte de su vida a la unificación de pesos y medidas. En la Revolución Industrial era fundamental la actividad mercantil. Asimismo, la unificación de las penas facilitaba su medida, superaba el caos previo de las penas naturales y permitía medirlas a todas en tiempo (efecto que perdura hasta el presente: jueces que tienen que decidir cuánto tiempo dejan encerrado a un condenado).
En la práctica esto no fue lo más usado: las prisiones no alcanzaban para todos; además, como eran países neocolonialistas, lo primero que hicieron fue sacarse de encima a los molestos y enviarlos a sus colonias (relegación, aplicada por Gran Bretaña y Francia)
Los contractualismos se vuelven problemáticos. Aparecen varios, pues entre los iluministas había varias ideas de la naturaleza humana. Por ejemplo: el contractualismo de Thomas Hobbes suponía que en un principio los humanos firmamos el contrato para darle todo el poder a uno sólo a fin de evitar matarnos en una guerra de todos contra todos (si observan, hay acá una consideración muy pesimista de la naturaleza humana). En cambio, para John Locke[1] el contrato significaba una garantía (legal, claro) de derechos que ya todos tenían en un presunto estado de naturaleza. Para proteger ese contrato los miembros “firmantes” le otorgaban el poder a uno… ¡pero que no vaya a abusar del poder! Abusar del poder, digamos, negando a cualquiera sus derechos, porque se activaba inmediatamente una de las garantías mas importantes: el derecho de resistencia a la opresión.
El debate entre estos ingleses se reprodujo con fineza en Alemania: ahí lo tenemos a Emanuel Kant profundizando la investigación acerca de la razón y sus límites, más cerca de Hobbes que de Locke en sus conclusiones; por otro lado aparece Anselm von Feuerbach, penalista genial, que enmendó a Kant en lo jurídico: profundizando la separación entre moral y derecho, y defendiendo el derecho de resistencia a la opresión (entonces, mas cerca de Locke que de Hobbes). Avisemos que Feuerbach fue un codificador (elaborador de “códigos”) muy inspirador: por ejemplo, del código penal Argentino.
Hay también un contractualismo versión socialista (divergente del liberal –Locke- o del otro más funcional al despotismo ilustrado –Hobbes-) que, por supuesto, introduce el aspecto de la desigualdad socio-económica entre los hombres en el áspero asunto de la política y el poder. La figura más conocida es Jean Paul Marat, el revolucionario asesinado en la ducha por su amante Charlotte Corday.
Afirma Marat su creencia en el contrato. El problema fue que luego de repartirse equitativamente el poder entre todos, al cabo unos se fueron apropiando de las partes de otros y, al final, unos pocos se quedaron con la de la mayoría. En estas condiciones, impartir la pena de muerte por ejemplo era una injusticia criminal.
En Argentina, cuando se discutió en el Senado nuestro Código Penal de 1921, había un senador socialista –Del Valle Ibarlucea- que intervino en la discusión y consiguió que en la fórmula sintética (hoy desbaratada por las enmiendas Blumberg) se incluyera como criterio la mayor o menor dificultad para ganarse el sustento propio necesario o el de los suyos, como agravante o atenuante de delitos contra la propiedad.
En este sentido, el contractualismo se volvía un poco peligroso y disfuncional para la clase burguesa en ascenso…
[1] La coincidencia con el personaje calvo de la serie Lost no es tal: es un homenaje de sus creadores al personaje histórico. Incluso en la actitud del personaje de la serie se pueden encontrar –si se leen sutilmente- las ideas de este filósofo.
martes, 10 de abril de 2012
ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 4
Siempre hubo rebeldes y transgresores. Y esto no es necesariamente mala noticia. Pensándolo bien… si notamos cómo viene la mano desde las épocas de las que venimos hablando, debemos celebrar la existencia de ciertos rebeldes y transgresores (si no de todos).
Zaffaroni se ocupa en este fascículo de uno de ellos: Friedrich Spee. Ni jurista ni criminólogo, sino que destacado teólogo y poeta alemán del siglo XVII. Según sus biógrafos, parece que le encargaron a Spee la confesión de todas las brujas de su comarca antes de quemarlas. (Él pertenecía a la congregación jesuita, la que en este momento había tomado la posta de la conducción inquisitorial en varios lugares de Europa). Aseguran que, cansado de las brutalidades de las que era testigo, este pobre monje se rayó, se traumó tanto que terminó rebelándose –o por lo menos dentro de su conciencia- y en uno de sus arrebatos escribió un libro para desahogarse en una crítica severa hacia el poder inquisitorial: lo tituló Cautio criminalis.
En su obra denunció la irracionalidad del hecho inquisitorial, haciendo un llamado a la prudencia, a la “cautela”: no dudaba de la existencia de las brujas, pero juró nunca haber conocido ninguna, y que no había bruja alguna entre las mujeres que había confesado nuestro monje antes de ser quemadas. Es más –afirmó-: con el procedimiento inquisitorial ¡cualquiera podía ser condenado por brujería!
Spee no se metió a discutir –o argumentar- acerca de la gravedad de lo que estaba en juego, porque sino ahí perdía. Ningún tonto este atribulado jesuita, se dedicó a demostrar que esta guerra contra las brujas estaba matando inocentes a causa de su fallido mecanismo. Y que los inocentes no eran un simple “efecto colateral”, pues ni siquiera se estaba cumpliendo con el objetivo de salvar a la humanidad (cristiana, aclaremos).
¿Por qué sucedían estas aberraciones? Spee encontró las causas en:
1) la ignorancia o desinformación de la población, cargada de prejuicios, quizá asustada –podríamos agregar: colonizada por el discurso criminológico inquisitorial-;
2) a la iglesia y a sus órdenes (dominicos, jesuitas, etc.) que legitimaban esos asesinatos;
3) a los príncipes alemanes, que dejaban hacer con impunidad y sin control ninguno a estos poderes punitivos que no eran otra cosa que súbditos de aquel.
Acá viene una denuncia mas pormenorizada de nuestro Friedrich: la corrupción. Al parecer, los inquisidores oficiales cobraban por bruja ejecutada (diríamos hoy: “iban a comisión”), y por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata para quemar, de manera que no se agotara la clientela. Que por otra parte, la quema de brujas era un espectáculo público y popular.
Último para destacar: Spee cuestiona el uso de eufemismos en las actas inquisitoriales. A manera de fe de erratas, podríamos interpretar que donde decía “confesó voluntariamente”, debió decir “cantó ya descoyuntada, agonizante y moribunda a causa de los tormentos aplicados”.
Vaya acá una conclusión: así como el Malleus… inauguró una estructura de discurso inquisitorial, así también la Cautio… hizo lo propio con el discurso crítico. Hasta hoy, cualquier discurso crítico de los más nefastos discursos legitimantes de los poderes punitivos, se ordena o estructura aproximadamente así:
1) remarca el incumplimiento de los fines manifiestos del poder punitivo;
2) denuncia la función de los medios de comunicación y de los teóricos convencionales legitimantes de disparates criminales (ayer: la Iglesia y sus órdenes);
3) fustiga la conveniencia de sacrificar chivos expiatorios por parte del poder político o económico;
4) alerta sobre los peligros de la autonomización policial (ayer: los príncipes que dejaban hacer…);
5) destapa la corrupción.
La obra de Spee pasaría sin mucha pena ni gloria, pero en 1701 sería releída y recuperada por un tal Thomasius. Comenzaba a tientas el Iluminismo, que se ensañaría contra “la superstición, la ignorancia y el error” de las épocas pasadas.
En ese siglo XVII se profundizó un fenómeno, estudiado por Foucault entre otros, que consistió en que un poder estatal cada vez más complejo se fue haciendo paulatinamente más eficaz en regular la vida del nuevo sujeto público: una cosa era el señor feudal, ya sea conde, marques, príncipe o lo que fuere, que ejercía su poder absoluto de vida y muerte –más que nada de muerte- sobre las personas que habitaban en (o circulaban por) su territorio; pero otra cosa más sutil y siniestra es ese mismo poder ejercido ahora por estados absolutistas a través de corporaciones de sabios especialistas.
Corporaciones estatales, digamos: grupos de especialistas nominados como secretarios, ministros, etc., que pasaron a encargarse de la economía, de las finanzas, de la educación, de la salubridad pública[1]… hoy diríamos “agencias estatales”, que van construyendo un discurso propio, saber o ciencia que se alimentó desde las universidades. Discursos expresados cada vez más en dialectos sólo comprensibles para quienes pertenecen a la respectiva corporación. ¿Las consecuencias? Se hacen tan peligrosas e incluso letales como inaccesibles al entendimiento de los legos o inexpertos.
¿Otras consecuencias? Las sociedades se verticalizan, como ya lo habíamos marcado. Sobre la segunda mitad del siglo XVIII fue tomando cuerpo, particularmente, el discurso del derecho penal liberal. El poder político va ganando en complejidad y en implacabilidad.
Como vemos, no todo es buena noticia acerca de esta etapa a la cual los manuales de historia connotan positivamente como “la era de la ciencia” bajo el auspicio de los iluministas y la Enciclopedia, o “el surgimiento del espíritu republicano” con las rareza de la democracia.
La prueba cabal de discursos especializados en regular la vida entera del sujeto público se encuentra en otro pensador señero, el inglés Jeremy Bentham, figura de la corriente utilitarista. Este filósofo social concebía a la sociedad como una gran escuela en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para la cual el gobierno debía repartir premios y castigos. Los premios depararían felicidad y los castigos dolor. Hasta acá una enorme obviedad. Surge para el mismo Bentham un problema: hay personas que se empeñan en cometer delitos, o sea, ¡elegían el dolor!... como si fueran niños díscolos que creían poder eludir los castigos. Precisamente en ellos la disciplina debía aplicarse con mayor dedicación. A esos, una vez atrapados por el poder, se los encarcelaría en una novedad arquitectónica que se la debemos a Bentham: el panóptico. Un edificio con estructura radial, para que el preso (y más tarde el obrero / alumno / oficial / interno) sepa que será observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo, se le introduciría el orden y al final resultaría él mismo su propio vigilante [cualquier similitud con el Gran Hermano no es pura coincidencia].
Curiosidad histórica: Bentham regalaba su modelo para que sea aplicado por cualquier empresario de cualquier parte del mundo, sin amagar a cobrar derechos de autor. Así es que hubo panópticos en muchos lugares, también en América Latina (a veces semi-radiales porque el presupuesto no alcanzaba) y nuestro Bernardino Rivadavia fue uno de los que se carteó con el humanitario inglés.
[1] Recordar a Wier.
Acá viene una denuncia mas pormenorizada de nuestro Friedrich: la corrupción. Al parecer, los inquisidores oficiales cobraban por bruja ejecutada (diríamos hoy: “iban a comisión”), y por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata para quemar, de manera que no se agotara la clientela. Que por otra parte, la quema de brujas era un espectáculo público y popular.
Último para destacar: Spee cuestiona el uso de eufemismos en las actas inquisitoriales. A manera de fe de erratas, podríamos interpretar que donde decía “confesó voluntariamente”, debió decir “cantó ya descoyuntada, agonizante y moribunda a causa de los tormentos aplicados”.
Vaya acá una conclusión: así como el Malleus… inauguró una estructura de discurso inquisitorial, así también la Cautio… hizo lo propio con el discurso crítico. Hasta hoy, cualquier discurso crítico de los más nefastos discursos legitimantes de los poderes punitivos, se ordena o estructura aproximadamente así:
1) remarca el incumplimiento de los fines manifiestos del poder punitivo;
2) denuncia la función de los medios de comunicación y de los teóricos convencionales legitimantes de disparates criminales (ayer: la Iglesia y sus órdenes);
3) fustiga la conveniencia de sacrificar chivos expiatorios por parte del poder político o económico;
4) alerta sobre los peligros de la autonomización policial (ayer: los príncipes que dejaban hacer…);
5) destapa la corrupción.
La obra de Spee pasaría sin mucha pena ni gloria, pero en 1701 sería releída y recuperada por un tal Thomasius. Comenzaba a tientas el Iluminismo, que se ensañaría contra “la superstición, la ignorancia y el error” de las épocas pasadas.
En ese siglo XVII se profundizó un fenómeno, estudiado por Foucault entre otros, que consistió en que un poder estatal cada vez más complejo se fue haciendo paulatinamente más eficaz en regular la vida del nuevo sujeto público: una cosa era el señor feudal, ya sea conde, marques, príncipe o lo que fuere, que ejercía su poder absoluto de vida y muerte –más que nada de muerte- sobre las personas que habitaban en (o circulaban por) su territorio; pero otra cosa más sutil y siniestra es ese mismo poder ejercido ahora por estados absolutistas a través de corporaciones de sabios especialistas.
Corporaciones estatales, digamos: grupos de especialistas nominados como secretarios, ministros, etc., que pasaron a encargarse de la economía, de las finanzas, de la educación, de la salubridad pública[1]… hoy diríamos “agencias estatales”, que van construyendo un discurso propio, saber o ciencia que se alimentó desde las universidades. Discursos expresados cada vez más en dialectos sólo comprensibles para quienes pertenecen a la respectiva corporación. ¿Las consecuencias? Se hacen tan peligrosas e incluso letales como inaccesibles al entendimiento de los legos o inexpertos.
¿Otras consecuencias? Las sociedades se verticalizan, como ya lo habíamos marcado. Sobre la segunda mitad del siglo XVIII fue tomando cuerpo, particularmente, el discurso del derecho penal liberal. El poder político va ganando en complejidad y en implacabilidad.
Como vemos, no todo es buena noticia acerca de esta etapa a la cual los manuales de historia connotan positivamente como “la era de la ciencia” bajo el auspicio de los iluministas y la Enciclopedia, o “el surgimiento del espíritu republicano” con las rareza de la democracia.
La prueba cabal de discursos especializados en regular la vida entera del sujeto público se encuentra en otro pensador señero, el inglés Jeremy Bentham, figura de la corriente utilitarista. Este filósofo social concebía a la sociedad como una gran escuela en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para la cual el gobierno debía repartir premios y castigos. Los premios depararían felicidad y los castigos dolor. Hasta acá una enorme obviedad. Surge para el mismo Bentham un problema: hay personas que se empeñan en cometer delitos, o sea, ¡elegían el dolor!... como si fueran niños díscolos que creían poder eludir los castigos. Precisamente en ellos la disciplina debía aplicarse con mayor dedicación. A esos, una vez atrapados por el poder, se los encarcelaría en una novedad arquitectónica que se la debemos a Bentham: el panóptico. Un edificio con estructura radial, para que el preso (y más tarde el obrero / alumno / oficial / interno) sepa que será observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo, se le introduciría el orden y al final resultaría él mismo su propio vigilante [cualquier similitud con el Gran Hermano no es pura coincidencia].
Curiosidad histórica: Bentham regalaba su modelo para que sea aplicado por cualquier empresario de cualquier parte del mundo, sin amagar a cobrar derechos de autor. Así es que hubo panópticos en muchos lugares, también en América Latina (a veces semi-radiales porque el presupuesto no alcanzaba) y nuestro Bernardino Rivadavia fue uno de los que se carteó con el humanitario inglés.
[1] Recordar a Wier.
viernes, 6 de abril de 2012
ZAFFARONI, E. La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 3
Hay algo que decir acerca de la Inquisición. Los demonólogos elaboraron un discurso muy armado para liberar su poder punitivo de todo límite. Y lo hicieron con éxito. Y ese éxito se sostuvo no por el contenido de lo que plantearon, sino por su “estructura”: lo que sobrevivió hasta hoy a la caída de la Inquisición es la estructura del discurso inquisitorial.
Sería más o menos así:
1º) se alega la emergencia de una amenaza extraordinaria que puede acabar con la humanidad;
2º) se exigen poderes extraordinarios (o sea, eliminar obstáculos al poder punitivo) para “salvar” a la humanidad;
3º) todo el que se oponga u objete ese poder es un enemigo, un cómplice o un idiota útil: en cualquier caso, hay que sacarlo del medio porque estorba.
1º) se alega la emergencia de una amenaza extraordinaria que puede acabar con la humanidad;
2º) se exigen poderes extraordinarios (o sea, eliminar obstáculos al poder punitivo) para “salvar” a la humanidad;
3º) todo el que se oponga u objete ese poder es un enemigo, un cómplice o un idiota útil: en cualquier caso, hay que sacarlo del medio porque estorba.
En el caso de la Inquisición, la amenaza fue obviamente inventada. Alguien puede objetar que también de vez en cuando aparecen peligros reales… pero se resuelven por otros medios: nunca el poder punitivo resolvió una amenaza real. Satán, terrorismo, narcotráfico, sífilis, tuberculosis... Antes que eso, el efecto del poder punitivo desbocado fue instalar un estado de paranoia colectiva. Y en el peor de los casos terminar desatando masacres.
La primera gran manifestación de esta estructura inquisitorial fue el tratado demonológico llamado Malleus Maleficarum, publicado en 1484. Se convirtió en la guía oficial de los quemadores de mujeres. Fue el libro más impreso luego de la Biblia. También fue el delirio mejor sistematizado que integró la criminología, el derecho procesal penal y la criminalística de aquella época.
Su contenido se puede resumir en algunos núcleos:
1) el crimen que provoca la emergencia es el más grave de todos (por lo tanto, el poder que lo combatirá debe ser el más fuerte).
2) la emergencia sólo puede ser combatida mediante una guerra.
3) su frecuencia es alarmante (“están por todos lados”), entonces hay que estar alerta.
4) el peor criminal es quien duda de la emergencia (pues duda, por extensión, del poder establecido).
5) debe neutralizarse cualquier fuente de autoridad que diga lo contrario.
6) se invierte la carga de la prueba: la mujer acusada debe demostrar su inocencia. Y los torturadores deben ser inexorables y para nada ingenuos: si la bruja no canta, es porque el diablo le da fuerzas; si muere en el proceso, es porque el diablo se la llevó para que no cantara; si enloquece y ríe, es Satán que se está burlando de los inquisidores…
7) el delirio sirve de coartada para encubrir muchos delitos: no hay que se ingenuos. personas atrapadas in fraganti van a alegar “encantamiento” del demonio…
8) los enemigos son inferiores, y los inferiores pueden inflar las filas de enemigo: mujeres, mestizos, mulatos, degenerados, defectuosos, enfermos, etc. ¡Cuidado con ellos!
9) la inferioridad puede extenderse: cabe limitar la disgenesia.
10) las víctimas no debe colocarse en situación de vulnerabilidad, porque los vicios favorecen la acción de Satán.
11) si nos distraemos, el enemigo aprovechará la situación: es obligatorio evitar que decaiga el nivel de paranoia.
12) los inquisidores niegan los daños colaterales: no hay terceros inocentes.
13) los inquisidores son infalibles, y más si son puros: son los que ven claras las cosas.
14) como son infalibles, la condena de un inquisidor es prueba suficiente
15) los inquisidores se eximen de toda ética frente al infractor o la bruja.
16) también son inmunes al mal que combaten: Satán no puede engañarlos porque Dios no lo permitiría.
17) el mal tiende a prolongarse.
18) el Malleus garantiza la reproducción de la clientela: a la mujer no se la torturaba para que confesase, sino para que revelase en nombre de sus cómplices. La mera mención de un nombre bajo tortura autorizaba a torturar también a la persona nombrada. (Toda emergencia cuida que la clientela no se agote).
La corporación médica también le tuvo ganas al poder punitivo de estos demonólogos. Johann Wier, un médico protestante, alarmado por la guerra de la ciudad de dios contra la ciudad del diablo, en 1563 pujó por salvar a las brujas de las hogueras para meterlas en asilos. A la Iglesia no le cayó nada bien la propuesta; ni a los soberanos de los estados absolutistas que estaban naciendo o consolidándose conforme el Papa ya no quemaba brujas porque ahora lo hacían las agencias punitivas de los reinos.
lunes, 2 de abril de 2012
ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 2
No podemos hablar del poder sin aludir a un aspecto de él: la coerción. Es decir, la amenaza de utilizar la violencia (no solo física sino de cualquier otro tipo) con el objetivo de condicionar el comportamiento de los individuos. En toda sociedad hay poder y coerción, y como en nuestras sociedades modernas poder y coerción están institucionalizados, no se cuestionan. Aunque sí suele discutirse apasionadamente cómo se ejerce la coerción, y de paso proponer modos mas eficaces de ejercerlo. Encontramos que mucha gente opina que habría que ser más rígido con la juventud, no dar tantas oportunidades, que es urgente domarlos con mano dura, que será necesario ejecutar a unos cuantos, etc. Todas medidas muy duras de las que no tendría que estar excluido nadie, excepto... sus propios hijos, claro.
Para empezar, digamos que la humanidad conoció dos tipos de poder coercitivo:
1) el que detiene un proceso lesivo en curso o inminente, que implica una coerción directa (lo que llamamos “poder de policía”). Ejemplo: detener a un tipo que me corre por la calle con un arma;
2) el que repara o restituye cuando alguien causó un daño (de lo que se encarga el Derecho Civil, especialmente). Obliga al condenado, digamos, a reparar el daño que causó.
Pero, ¿qué tiene que ver el poder coercitivo con el poder punitivo al que aludimos antes? Si aquel es antiguo, éste es reciente en la historia; el poder punitivo aparece cuando, ante un hecho denominado “delito”, el poder –el cacique / rey / Estado- dice “el lesionado soy yo” y aparta a la víctima (a la real) que sufrió la lesión. Esto se llama “confiscación de la víctima”. Ahora el conflicto lo resolverá el Estado: casi siempre, encerrando al agresor por un tiempo, para soltarlo cuando el conflicto ya se “secó” –es decir, se olvidó.
Decíamos que no siempre fue así: ¿cómo hacían –y hacen- los pueblos originarios para resolver un conflicto? Hacen trabajar al agresor para reparar-pagar el daño al lesionado, so pena de azotes públicos } … cosa que nosotros los occidentales no hacemos por considerarlo “incivilizado” o bárbaro.
Si se trata de resolver conflictos, el modelo de poder punitivo no resulta: no sólo no restituye a la víctima, sino que la ningunea –y ahí, cancela otros modos de resolución de conflicto favorable al real lesionado-; además, no es tan civilizado si lo miramos bien…
Imaginemos que un alumno rompe un vidrio en la escuela. La directora tiene opciones:
1) convocar a los padres para que repongan los vidrios rotos = modelo reparatorio.
2) enviar al pibe al psicopedagogo = modelo terapéutico.
3) sentarse con los padres y el pibe a buscar una solución = modelo conciliatorio.
Estos tres modelos son no-punitivos. La opción punitiva sería expulsar al pibe del colegio. ¿En qué resulta esta última opción? En que cancela a las otras tres, y además no tiene mayor mérito que el de reforzar la autoridad vertical sobre la comunidad escolar: en definitiva, termina generando temor al poder, pero no soluciona ni evita los conflictos de manera satisfactoria para las partes (para el caso: la comunidad escolar).
El modelo punitivo aparece en la historia cuando las sociedades se vuelven jerárquicas y autoritarias, hasta tomar forma de ejército. Quizá el mayor (y peor) antecedente lo encontremos en el Imperio romano –aquel de la Antigüedad clásica. Se volvió extraordinariamente fuerte y cruel. ¿Qué puede hacer una sociedad cuando se verticaliza hasta obtener o asumir una forma de ejército? ¡Salir a conquistar a otras!... y lo hizo muy rápido: el imperio romano conquistó casi toda Europa.
Son varias las causas por las que cayó el Imperio romano, pero una fundamental es que cuando una sociedad se verticaliza a un punto tal lo normal es que se solidifique hasta inmovilizarse, y así se hace inflexible para adaptarse a nuevas circunstancias, y por lo tanto, vulnerable a nuevos enemigos: llegaron los bárbaros con sus sociedades horizontales, que ocuparon territorios casi caminando, y el poder punitivo romano desapareció casi por completo.
Pero el poder punitivo reaparece en los siglos XII y XIII europeos: otra vez verticalizó a las sociedades; y otra vez se propusieron colonizar el mundo: primero a los islámicos, luego África a la par que América; también Oceanía. En el ámbito interno europeo, el patriarcado fue una de las tendencias que se reforzaron socialmente: los cabos y sargentos de estas sociedades militarizadas obtienen la mayor jerarquía. Se instala el predominio social del pater, bajo cuyo mando quedaron todos los seres inferiores: mujeres, niños, siervos, esclavos, animales domésticos. La historia posterior será más vertiginosa que antes en muchos cambios, pero el poder punitivo no desaparecerá, y las formas que tomará en el transcurso de estos últimos siglos están marcados por esta historia que no se fue: no es que la Edad media vuelve, sino que nunca se ha ido: allí encontramos las raíces de esta feroz persistencia del poder punitivo actual, su función verticalizante, sus tendencias expansivas, sus resultados letales.
Si faltan ejemplos para dejarlo claro, veamos el siguiente: el surgimiento de la Inquisición. Durante la edad Media, el papa desde Roma consigue el poder para contener a todos los que pretendían comunicarse directamente con Dios al margen de su mediación o la de sus dependientes. Para reforzar su poder, establece jurisdicciones, o sea, un cuerpo de jueces propios encargado de perseguir a los revoltosos (o herejes). Ese fue el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición romana, diagramado por teólogos demonólogos (los que estudian a los demonios y los peligros que son capaces de ocasionar, por ejemplo).
Ya habían pasado los tiempos de los juicios de Ordalía o “pruebas de Dios”, consistentes en juegos (o mejor dicho, duelos) en que quien vencía era porque tenía a Dios de su lado, y por lo tanto estaba en la verdad. Allí, los jueces eran meros árbitros que cuidaban que no hubiese fraude. En una segunda etapa de la Edad Media, los jueces de la novedosa Inquisición secuestraron a Dios: ahora Dios no estaba del lado de uno de los contendientes en el conflicto, sino del lado de los inquisidores. La verdad pasó a establecerse por interrogación. Si el imputado no quería declarar, se lo sometía a interrogatorio violento (tortura). Por supuesto que este método se utilizó políticamente (y cada vez más) de oficio: el Papa masacró rápidamente a unos cuantos herejes. Hasta que pronto se quedó sin enemigos… y por tanto, sin trabajo.
El invento de enemigos es muy viejo en la historia. Pero en la institución inquisitorial se buscaron a uno que iba a asegurar pleno empleo eterno: Satán. Las ideas de San Agustín de “la ciudad de dios” versus “la ciudad del diablo” vinieron al pelo para justificar la supuesta inmanencia y aquilatada peligrosidad de este enemigo guerrero universal, que tenía, al parecer, agentes encubiertos por todos lados. La lucha contra Satán y su legión aceitó los mecanismos del poder punitivo dándole una versatilidad pasmosa y un alcance ilimitado. Además, supuso una continuidad de enemigos que mantendrían el fuego de la hoguera siempre avivado: las mujeres –las díscolas, las curanderas- acusadas de hacer pactos con el diablo. Las mujeres se volvieron el vehículo privilegiado del diablo.
domingo, 1 de abril de 2012
ZAFFARONI, E.: La cuestión criminal (comprimida) fascículo Nº 1
Resumen del fascículo Nº 1 de "La cuestión criminal". Fuente: Suplemento de Página 12.
Este es un resumen preocupado por traicionar lo menos posible al autor en el sentido que da a sus ideas.
Se presenta un primer problema: la cuestión de la realidad. En este, como en tantos otros ámbitos, es algo muy problemático determinar qué es la realidad. En particular cuando vivimos una era mediática, en que todo “se construye”. Sin meternos en ese arduo problema filosófico, puedo afirmar que, en cuestión criminal, la realidad son los muertos.
Comenzaré por las palabras de los académicos. Vale decir que la Academia no tiene un solo dialecto. Ni tampoco tiene un único dialecto la cuestión criminal. Lo peor: no suelen entenderse entre ellos. Además, no es raro que se detesten recíprocamente. Y si a un académico se le da por intentar dominar el otro dialecto, se lo suele tomar por traidor. Esa agresividad alcanza a veces niveles tragicómicos: por lo común las imputaciones recíprocas que se hacen unos grupos contra otros son la comidilla de congresos y seminarios. Pero en ciertos momentos de la historia se tornó peligroso. Por ejemplo, en los años 70 en Argentina. Pero quizá no sea algo negativo de “la Ciencia”: es la medida de su vitalidad y de la pasión que supone la actividad académica.
En cambio, ¿qué hacen los criminólogos? Son académicos que se ocupan de responder, por ejemplo, qué es y qué pasa con la violencia productora de cadáveres, de preguntar por la(s) causa(s) del delito. Y lo estudia con la ayuda de muchas disciplinas: sociología, antropología, historia, economía, etc. Surge recientemente a partir de estos estudios combinados una inquietante constatación: los poderes punitivos –es decir, los poderes estatales, o los grupos que lo controlan- son responsables en gran medida de la misma delincuencia. Allí vamos a buscar también las causas del delito.
Este es un resumen preocupado por traicionar lo menos posible al autor en el sentido que da a sus ideas.
Todos opinan de la
cuestión criminal como del fútbol:
con la misma liviandad. Es un tema universal: ocurre en todos lados en todo el
mundo… pero en todos lados lo tratan como si fuera un problema local (a veces
nacional; otras, municipal): este es un planteo tramposo. Claro que estamos
ante problemas que en parte podemos resolver en los niveles local, provincial,
nacional. Pero integran un entramado mundial. Si no comprendemos ese entramado,
siempre moveremos mal las piezas. Se juega en este caso una encrucijada
civilizatoria, una opción de coexistencia humana.
Vivimos en una era de globalización, que sucede al
colonialismo y al neocolonialismo. Cada cambio de era fue marcado por un
momento revolucionario: el mercantil del siglo XIV; la revolución industrial
del siglo XVIII y ahora la tecnológica del siglo XX. Esta última es
fundamentalmente comunicacional. Y esto tiene su importancia.Se presenta un primer problema: la cuestión de la realidad. En este, como en tantos otros ámbitos, es algo muy problemático determinar qué es la realidad. En particular cuando vivimos una era mediática, en que todo “se construye”. Sin meternos en ese arduo problema filosófico, puedo afirmar que, en cuestión criminal, la realidad son los muertos.
Comenzaré por las palabras de los académicos. Vale decir que la Academia no tiene un solo dialecto. Ni tampoco tiene un único dialecto la cuestión criminal. Lo peor: no suelen entenderse entre ellos. Además, no es raro que se detesten recíprocamente. Y si a un académico se le da por intentar dominar el otro dialecto, se lo suele tomar por traidor. Esa agresividad alcanza a veces niveles tragicómicos: por lo común las imputaciones recíprocas que se hacen unos grupos contra otros son la comidilla de congresos y seminarios. Pero en ciertos momentos de la historia se tornó peligroso. Por ejemplo, en los años 70 en Argentina. Pero quizá no sea algo negativo de “la Ciencia”: es la medida de su vitalidad y de la pasión que supone la actividad académica.
En cambio, ¿qué hacen los criminólogos? Son académicos que se ocupan de responder, por ejemplo, qué es y qué pasa con la violencia productora de cadáveres, de preguntar por la(s) causa(s) del delito. Y lo estudia con la ayuda de muchas disciplinas: sociología, antropología, historia, economía, etc. Surge recientemente a partir de estos estudios combinados una inquietante constatación: los poderes punitivos –es decir, los poderes estatales, o los grupos que lo controlan- son responsables en gran medida de la misma delincuencia. Allí vamos a buscar también las causas del delito.
La gran picardía:
ante las nuevas posibilidades comunicacionales, la academia[1]
sigue empeñada en permanecer en ghettos o “islas” en los que unos
científicos, al cabo de penosas investigaciones, escriben en su dialecto para ser leídos
privilegiadamente por otros científicos (del mismo ghetto, claro…). Así es que
la mayoría de las personas ignora lo que ocurre allí. El desafío consiste en
abrir esos conocimientos para demostrar lo que hasta ahora se sabe.
La segunda
picardía, ilustrada con un ejemplo: en cuestiones de medicina, por ejemplo,
nadie opinaría seriamente en una mesa de café fundamentándose en la teoría de los humores; sin embargo, en
cuestiones de criminología, la gente “de a pié” defiende su derecho a opinar
bajo paradigmas ya perimidos, muchas veces pre-científicos y casi siempre para
nada democráticos (“esos pibes ya nacen chorros…”).
Ahora, lo grave
sería que la teoría de los humores fuese divulgada como discurso único por los
medios de comunicación: es obvio que el índice de mortalidad subiría
alarmantemente. De igual manera, ¿no sucederá lo mismo con la cuestión criminal
y los índices de mortalidad cuando políticos y autoridades aceptan leyes y
discursos tan viejos, perimidos y errados como la “teoría de los humores” lo es
en medicina?
De “abrir las
ciencias” se trata: si hoy el campo de batalla es comunicacional, la lucha
también debemos darla en ese terreno. Si bien el campo científico se ha
equivocado –y mucho- también ha aprendido de sus errores. Por eso vale la pena
escucharlo (pero, ¿¡y quién traduce esos dialectos,
que no son pocos ni sencillos de interpretar!?)
Estudiar lo que
“dicen” los muertos: no cualquier muerto, claro. Se trata de los matados[2].
Es cierto que los muertos quedan mudos –cosa que es verdad en sentido físico-,
sin embargo los cadáveres dicen muchas cosas. En el trabajo de morgue se
descubren insospechadas revelaciones en y desde los muertos.
En resumen, lo que
voy a ir explicando a lo largo de estos 25 fascículos tiene 3 etapas
fundamentales:
1ª) lo que nos fue
diciendo a lo largo de la historia y lo que nos dice ahora la academia (la
palabra de los académicos);
2ª) lo que nos
dicen los medios masivos de comunicación (las palabras de los medios);
3ª) lo que nos
dicen los muertos (la palabra de los muertos).
Mi propósito es
traducir los dialectos académicos (y mediáticos) a un lenguaje comprensible
para el resto de los mortales. Para
empezar, ¿a quién preguntar? ¿Quién se ocupa académicamente de la cuestión
criminal? El primer movimiento será mirar a la facultad de Derecho. Allí
están y de allí salen los penalistas.
¿Qué tiene que ver
un penalista con la cuestión criminal? La idea de que él es el más autorizado
es una opinión popular… pero no científica: el derecho penal no contiene a la
criminología. ¿Qué hacen los penalistas? Ante todo, son abogados,
especializados en una rama (el derecho penal) dedicada a proyectar la forma en
que los tribunales resuelven los temas lindantes al delito y las penas de
manera ordenada y no contradictoria, no arbitraria. Para eso, construyen un concepto
jurídico de delito para establecer frente a cada conducta si es
delictiva o no en miras a una sentencia.
Entonces, el
penalista se dedica a interpretar legislación, a organizar racionalmente la
administración de las penas, etc… pero no se ocupa de escuchar a los muertos (a
los matados): se ocupa de las leyes, pero no de la realidad criminal. ¿Qué
saben los penalistas acerca de la realidad criminal? No más que cualquier
vecino. ¿Pero son los que hacen las leyes? Ni siquiera: esos son los legisladores. Legisladores que en otras
épocas eran inquietos estudiosos, jóvenes brillantes intelectualmente con afán
sinceramente político. Hoy las leyes las hacen los asesores políticos conforme
a una agenda que les marcan los medios de comunicación… pero este es otro tema.
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